En las generaciones pasadas
nuestros padres y abuelos poseían ciertos valores morales como fieles rectores
de la conducta de los hombres.
Ser dignos, creíbles,
respetables, honorables, eran algunos de los parámetros con los cuales se
medían hombres y mujeres y con los cuales criaban a nuestros hijos.
Valía más el honor que la
vida. Era más valiosa la reputación que el dinero. Lo más importante era ser personas de palabra
y carácter íntegro. El carácter era de más valor que los logros académicos,
profesionales o comerciales.
Con el auge de la
industrialización y las grandes guerras mundiales en Europa, se produjeron una
serie de cambios en los valores que sostienen a la sociedad. Poco a poco los
valores tradicionales fueron reemplazados por otros, tales como la
competitividad, el desempeño, la eficacia en el trabajo y la productividad.
Ahora en plena globalización,
lo importante ya no está sustentado por valores de honor sino de competencia.
Esta competencia es a costa de
la dignidad. Todos deben ser productivos antes que ser honestos.
La integridad personal es
inmolada en el altar de la eficacia colectiva. Somos enseñados a cuidar la
imagen. Lo que otros ven en nosotros. Lo que aparentamos. La imagen que
proyectamos. El efecto que causamos. Debemos ser eficaces a toda costa, de ser
necesario, sacrificaremos nuestros valores morales en aras de la productividad.
Lo importante ahora es lo que
otros ven, no lo que genuinamente somos. La apariencia es lo que realmente
vale. Nos volvimos expertos en imagen. Desde que nos levantamos hasta que nos
acostamos, estamos “actuando” como si la vida fuese una novela y nosotros los
primeros actores.
Debemos seguir un libreto de
formas que nos haga sentir que somos aceptados por todos.
Tenemos “sed de protagonismo”
y para ello haremos todo lo que sea necesario. Permitimos que otros formen
nuestro mundo y luego nos sometemos a sus dictados.
Actuamos y nos convertimos en
seguidores de una “supe-moderna cultura pagana”. Levantamos altares virtuales,
en un ritual diario de culto a la imagen. Hemos caído en la más envilecida de
las idolatrías.
Dejamos de ser auténticos y
pronto aprendemos las técnicas del mercadeo, y también vendemos nuestra imagen.
Tratamos de caerles bien a
todos. Nos ponen un precio y somos
subastados como mercancía en la feria de la esquina. Dejamos de ser dueños de
nuestro propio destino, somos súbditos de los caprichos de la sociedad. En el
fondo es una manera sutil de prostitución para obtener a cambio unas pocas
migajas de aceptación social.
Los mayores problemas de
nuestra sociedad están localizados en esta tendencia suicida de desconectar lo
íntimo de su expresión exterior. Esto genera hombres sin fuerza interior.
Hombres y mujeres quebrados por la corriente de la modernidad, fragmentados en
su personalidad, con falta de cohesión,
sumidos en la adulación tonta, en el engaño, la mentira, la falta de
compromiso, la deslealtad y la negativa a cumplir con los compromisos asumidos.
Hombres y mujeres acostumbrados al facilitemos que impide bucear en sus
extrañas para descubrir sus verdaderas capacidades y viven a expensas de otros.
Hay una alarmante degeneración
de la verdad y una crisis de confianza, sobre todo en sectores claves de la
sociedad. En muchos hombres hoy se libran batallas internas duras y
silenciosas. La conciencia carcome el alma al punto de enfermarla.
Los beneficios de la integridad de
nuestras vidas son, por muchas razones, más importantes que cualquier otra
alternativa. No compre, no venda, no comprometa o negocie su integridad a
ningún precio.
La decencia nos ayuda a que no
haya disloque entre la mente, el corazón y la voluntad. La honradez hace que
haya paz espiritual, mental y física. La rectitud une. La falta de paz es la
señal de quebrar esta línea que mantiene unido y en una misma sintonía al ser
interior y exterior de un individuo.
Extraído del Libro Salva tu Hogar:
Autor: Simón MELENDRES